Siempre me gustaron las abejas. Yo era muy niño, apenas levantaba unas cuartas desde el suelo, ni siquiera alcanzaba la mesa del comedor y aun podía acostarme a lo largo del sofá de mi mama sin tocar los extremos y ya me fascinaban aquellos viejos (para un niño, cualquier persona mayor de 20 años, es un viejo) que se ponían un sombrero, un velo, un traje y usando un extraño cilindro que humeaba, dominaban las abejas. Todo por un panal, arriesgaban su vida por un panal con miel.
Una vez, en un alto aguacatero (palto), en Cuba los paltos son altos, muy altos, y sus frutas son tan grandes como una pelota de rugbhy, bueno tal vez esté exagerando, pero así somos los cubanos, un poco exagerados. Lo importante es que en aquel inmenso árbol junto a la línea del tren, apareció un enjambre silvestre, se instaló en una de las ramas más altas, y sin pedir permiso comenzó a crecer.
Solo Imaginar podía yo, la hermosa vista que tendrían las abejas al regresar a casa en las alturas tras su duro bregar. A sus pies, diez metros debajo, los florecidos jardines de cada bohío, con margaritas, mar pacíficos, rosas, orquídeas, campanillas y las aromáticas y blancas mariposas. Junto a otras tantas flores de mi tierra, cuyos nombres empañan mi memoria y que en colores y aromas transformaban la pobreza de cada bohío, forrado con las tablas y cubiertos por las hojas de las palmas. Más altas que ellas, diez metros por encima de la colmena, las Roystonea regia. Ah las Palmas Reales, adornando la campiña cual Nereidas caribeñas despeinadas al viento, con sus pechos cargados de diminutas flores preñadas del más dulce néctar, delicia de toda abeja.
No recuerdo cuanto tiempo estuvo la colmena en aquel lugar. Cada mañana, a la hora de marchar a la escuelita donde las letras comenzábamos a aprender, pasábamos lentamente bajo el árbol del colmenar. Las indicaciones de mi madre eran claras y concisas, “no molestes a las abejas y nada te va a pasar”. Deleitábanos el caminar, con el zumbar del abejar y el exquisito olor del néctar a punto de madurar. Pero nunca faltó el niño cabezón, el travieso grandulón, el majadero sin causa, que con obstinada obcecación le agradaba molestar a los que por debajo pasaban y se divertía al verlos correr despavoridos ante el ataque del enjambre enfurecido, no fallaba la onda al lanzar certeramente la piedra desde la distancia, para a las abejas molestar.
Un día llegó la temporada de recoger el sabroso aguacate. La presencia de las abejas comenzó a dificultar el trabajo de la cosecha. Mal acostumbradas a ser molestada por los hombrecitos, habían desarrollado una ferocidad despiadada que impedía el trabajo de recolección de las frutas. El dueño del terreno y del árbol llamó, entonces, a un apicultor para deshacerse del enjambre y de las molestias que causaba al vecindario y a los niños, pero sobre todo, para poder recoger tranquilamente sus hermosos y apetecidos aguacates.
Yo no sé si realmente era un apicultor, hoy por hoy lo dudo. No se parecía a nada de lo que había visto por la tele. Aquel hombre llegó muy entrada la mañana, casi a mediodía, cuando ya nos cansábamos de esperar. Venía solo, cubría su cabeza con un gastado sombrero de yarey, al cinto portaba un largo cuchillo, en una mano traía un balde y en la otra un viejo, usado y corroído saco de yute que lanzaba por encima de uno de sus hombros, un saco de aquellos que se usaban para transportar el azúcar prieto. Era delgado, más bien flaco, de brazos velludos y robustos, sus venas azules cruzaban sus antebrazos como ríos turbulentos. Sus pantalones eran de tela de yute, su camina era oscura, sin un color definido, mucho menos un olor conocido, parecía que había estado cortando caña quemada. Destilaba pobreza y suciedad por cada agujero de su traje. Como niño que era yo, me parecía muy anciano, para lo que se pretendía de él. Tendría más o menos la edad de mi padre, en aquel entonces de unos 50 años, a quien jamás hubiera imaginado trepando un árbol tan grande. Hoy comprendo que, con 50 años una persona aun es joven y perfectamente capaz.
Yo quería verlo todo, ansiaba ver como se disfrazaba, esperaba con impaciencia ver como se ponía el sombrero con el velo y el traje, pero lo que más anhelaba era ver y aprender como se usaba el instrumento para hacer humo. Muchas veces vi por la televisión, que era una especie de tubo con una salida superior y al apretar un botón o una palanca salía un gran chorro de denso humo blanco. Quería saber cómo es que confinaban el humo dentro de aquel recipiente. No podía imaginar siquiera, que era una simple parrilla, con un poco de leña, paja y cartones.
Me quedé esperando, pero nada de aquello sucedió. Aquel hombre, de aspecto retorcido y mal humorado, dijo algunos improperios a la multitud, y llamó a un lado al dueño de casa. De lejos no se escuchaba muy bien lo que hablaban, pero alcancé a comprender que el viejo se quejaba por la cantidad de curiosos, que las abejas estaban furiosas, que las ramas del árbol eran muy frágiles, que no podría hacerlo. Por fin, después de tanto discutir el viejo tomó su saco, extrajo una cuerda de yute larga y delgada. Hizo un rollo con la cuerda, la amarró a su cintura, metió la caja de fósforos en un bolsillo y comenzó a buscar por los alrededores hasta que encontró un pedazo de penca de palma real seca, la ató con un hilo o cordel hizo un manojo y la dejó dentro del balde.
Parecía que ya tenía todo listo, mientras tanto, yo esperaba por el famoso humo que nunca llegaba. Y nunca llegó, El delgado hombre se acercó al tronco del gran árbol, miro hacia arriba, como calculando o decidiendo la ruta y la mejor estrategia para enfrenar las alturas y a las abejas. De repente se quitó los zapatos, los dejo junto al tronco y comenzó a subir lentamente, sus manos y sus pies parecían garras aferrándose a cada grieta de la corteza, a cada rama, a cada horqueta del tronco. El árbol resulto fácil de escalar, los paltos son arboles bastante ramificados así que nunca le faltó donde agarrarse firmemente para alcanzar las alturas. Lo peligroso de los paltos es que sus ramas son frágiles, y algunas veces no soportan ni el peso de sus propias frutas. Aquel hombre, flaco y desaliñado, embutido en su viejo sombrero, demostró una increíble destreza para escalar y en pocos minutos estaba a menos de un metro de la colmena.
Las abejas parecían no haberse enterado de esta intrusión en sus predios, pero eso se explica. Este hombre no llegó tarde porque se retrasó, ni porque su caballo, o su burro quedó atascado en el tránsito. Él llegó tarde porque quería, porque estaba esperando el mejor momento para molestar a las aguerridas abejas. Él sabía muy bien que a estas horas del mediodía, las abejas más agresivas se encuentran en los campos, en sus funciones de recolección. Las que quedan acompañando a la reina son las más jóvenes, las llamadas nodrizas, cuya función es cuidar y alimentar a la reina, calentar o enfriar el panal, cuidar de sus hermanas no nacidas, en estado de huevos, larvas o pupas, atender la construcción de panales, ventilar, limpiar y otras labores del castillo de las abejas. Estas nodrizas no tienen ni la agresividad ni la abundancia de veneno que si tienen sus hermanas mayores, las pecoreadoras o recolectoras u obreras, como quieran llamarlas.
El hombre tomó la soga, la desenredó y lanzó uno de sus extremos hasta el suelo, mientras sostenía el otro en sus manos. En el suelo, el dueño del árbol ató fuertemente el balde a la cuerda y dio la señal al viejo en lo alto, entonces, despacio, el balde fue subiendo a las alturas. Al llegar, el viejo lo amarró al tronco junto a sí, tomó el manojo de palma y la equilibró entre las ramas a su alrededor. Entones sacó el cuchillo de su cintura y mientras con una mano sostenía un panal, con la otra lo cortaba de la rama y muy despacio lo colocaba en el balde.
Parecía un lagarto abrazado a una rama, sus habilidades eran impresionantes, cortaba aquí con una mano, se sostenía con la otra, abrazaba el tronco con las piernas, luego cortaba de allá y aun de más allá, le daba vueltas al cuchillo buscando el mejor ángulo, extendía su cuerpo lentamente para hacer el mejor corte. El trabajo era muy difícil, tenía que preocuparse del equilibrio, del balde, del cuchillo que se podía caer, de extender las manos para cortar el panal, y tenía que preocuparse de las abejas y de no dañar los panales de cría y separar los panales con miel, tenía que encontrar a la reina y no dañarla. Ahora lo comprendo, pero en aquel momento me parecía muy torpe y muy lento.
De repente, las abejas se despertaron. Desde abajo se sentía el zumbar, se le vio desesperarse un poco, las abejas estaban picándole, y aunque fueran las nodrizas, de todos modos una picada duele. Entonces sacó los fósforos y prendió la penca, esparció el humo y las llamas por la colmena y, por un rato, todo se tranquilizó. Las que no murieron entre las llamas se detuvieron por el humo. El viejo cortó los últimos panales, los colocó dentro del balde y lo hizo descender lentamente hasta el suelo. Después, cuando entre las ramas no quedaba nada del castillo, comenzó a bajar, sacudiéndose las abejas con el sombrero y la penca sin llamas pero humeante.
Nadie tocó el balde que estaba lleno de abejas y panales, se sentía el zumbar y se veía el revolotear de los insectos su alrededor. Ya en el suelo, el viejo colocó el balde con panales y lleno de abejas, dentro del saco, le amarro la boca y se retiró, no sin antes decir algunos incomprendidos improperios a los vecinos que le increpaban hacer quemado a las abejas.
Arriba, en lo alto, quedó el vacío. Algunas abejitas persiguieron durante kilómetros el olor de su madre que se marchaba dentro de un saco de yute. Mientras tanto, en un balde mohoso de zinc, encerrado en el fardo, la reina y su corte de nodrizas no podían comprender como el sol había desaparecido a mediodía. Nadie supo nunca el destino de aquella colonia, mis sueños y mi fantasía infantil la imaginaron desarrollándose en una nueva casa, atendidas por un laborioso apicultor, en un jardín cubierto de flores.
Al caer el sol y regresaban a su casa con el buche y sus patas llenas del néctar y polen de las palmas, las obreras solo encontraron el vacío. Donde hoy al mediodía había un castillo de cera y azúcar solo quedaban hojas chamuscadas y ramas partidas con un intenso y desagradable olor a incendio. Y esa noche los murciélagos tuvieron un festín.